Chao.
Lo que motiva esta ausencia es haber aceptado
un cargo público con el que es incompatible el ejercicio simultáneo de opinión
libérrima que esta querida casa me ha permitido.
Durante el tiempo que llevo desempeñando este
oficio —el mismo que ha transcurrido para este naciente, y ya se ve que
dramático también, siglo XXI—, he asistido a una fascinante mutación
tecnológica en la actividad del periodismo escrito. Empecé en el año 2000
enviando mis colaboraciones por fax, en tres cuartillas, a la redacción. A poco
andar, ya estaba despachándolas por correo electrónico, una novedad que se me
dificultó asimilar no obstante haberse originado a finales del siglo anterior.
Al comienzo, los lectores posibles por
columna no se podían calcular. Hoy tampoco, incógnita que es saludable
mantener, para no herir mi escasa vanidad, pero cuando se perfeccionó la
tecnología online y la cultura de lo interactivo, este oficio logró tener una
retroalimentación de un sector de lectores, no sé en qué proporción frente al
total de ellos. Según la marea política de la temporada, y el concepto que cada
columnista expresara sobre ella, esos comentarios eran adversos, halagüeños o
intimidatorios.
Opiné sobre la época de San Vicente del
Caguán; después, acerca de los peores ocho años de que se tenga memoria en la
historia de este país, y en el último cuatrienio, en torno a las expectativas
sobre las conversaciones de paz actuales que sugieren la eventualidad de un
cese al conflicto armado. Sobre estos tres momentos del discurrir nacional,
puedo expresar sin vacilaciones que el período inscrito entre 2002 y 2010 me
significó el estrés de recibir, a través del blog anexo a mi columna en la
edición de internet, una sobrecarga de injurias que, por lo burdo de su
lenguaje y lo parecidas entre sí, las atribuí a una sola inspiración, lo que
hace poco se descubrió que era cierto.
De esos preavisos a mi seguridad personal,
que de repente cesaron —a lo mejor porque no se les volvió a pagar a quienes
los redactaban, o porque algunos están en la cárcel—, nunca hice aspaviento
ante los lectores ni las autoridades. Hoy en día, en cambio, le llegan a la
columna desacuerdos sensatos y una que otra lisonja. Eso quiere decir mucho
para mí e informa de otro momento del país.
En ese estado, le devuelvo este espacio a El
Espectador. Echaré de menos a los lectores, mucho más que lo que algunos de
ellos me extrañen a mí y a estas reflexiones imperfectas que derroché, con
bastante trabajo, durante aproximadamente 480 domingos. Demasiado, lo
reconozco, así que los dejo descansar. También a las directivas y al personal
de redacción. A estos últimos, a veces los llamaba desesperado los viernes, ya
en el límite nocturno del cierre, a pedirles que me dieran de plazo 20 minutos
más para enviarles el artículo, o a solicitar de urgencia que me cambiaran una
palabra, o un renglón, o una coma. Y me complacían. En particular, mi gratitud
al director, Fidel Cano, y a su queridísima secretaria, María Isabel Barbosa.
Chao.
He aceptado, luego de pensarlo bastante, ser
gerente director de Canal Capital, por solicitud del alcalde de Bogotá, doctor
Gustavo Petro. Sin ninguna retórica digo que acepté por un deber ciudadano y
para ser consecuente con mi trayectoria audiovisual. Vamos a ver si es cierto
lo que he sostenido a propósito del papel que le corresponde cumplir a la
televisión pública, y a los medios en general, algo que, por supuesto, ya puso
en marcha en ese cargo mi antecesor, Hollman Morris.
Felizmente, no tendré que decirles adiós a
mis alumnos de cine de la Universidad Central. Ya no seré director de la
carrera, pero la norma me permite seguir siendo catedrático.
Por Lisandro Duque Naranjo