"Cuando yo tenía doce años papá se fue de casa
y dejé que el fútbol se fuera con él".
Papá murió hace un año. Su último momento de
lucidez lo pasó viendo un partido de fútbol. Hoy, día de derrotas
futbolísticas, electorales, vitales, lo recuerdo con este cuento:
No se trata de un corazón generoso
Papá, que durante esta semana ha estado
agonizado, despertó hace seis horas convertido en un niño de ojos luminosos.
—Es la final mija, prenda el televisor
—La final de qué papá.
—Pues el partido entre Santafé y Millonarios.
Hace calor en este hospital de Cali. Busco el
canal donde lo están transmitiendo, prendo el ventilador, me siento a su lado y
lo tomo de la mano.
No veo fútbol. Cuando yo tenía doce años papá
se fue de casa y dejé que el fútbol se fuera con él.
—¿En serio quiere que veamos ese partido papá?
Usted no es hincha de ninguno de esos dos equipos.
—Y eso que importa. No ve que es la final mija.
Todas las finales son importantes.
Su momentánea mejoría no me sorprende ni me
alegra, podría decir que lo que siento es alivio. Es normal que los enfermos
terminales tengan un último instante de vida antes de morirse, y, sí soy
honesta, desde que cayó enfermo, lo único que quiero es que se muera lo más
pronto posible.
—Mujer, se trata de un sentimiento
perfectamente normal. No sabes la cantidad de familiares que en el pabellón de
enfermos terminales, me han dicho lo mismo. Tenés un corazón generoso —me dijo
la psicóloga de este hospital en la que ingresé con papá hace ya un mes.
—No se trata de un corazón generoso —le dije—:
¿Se te ha muerto algún familiar?
—No, aún no, mis padres son muy jóvenes, deben
tener más o menos tu edad —dijo—, pero te aseguro que puedo entender tu
sentimiento.
—¿Y alguna mascota? ¿Un perro? ¿Un gato?
—No, nunca, pero eso no viene al caso mujer, no
estamos hablando de mí. La próxima sesión retomamos en ese punto —miró su reloj
de pulsera, sacó de su escritorio un frasco de ansiolíticos y los puso sobre la
mesa—. ¿Por qué no te vas para la casa esta noche? Las enfermeras se encargan.
Vete a descansar que esto aún no va a terminar y tenés que estar fuerte porque
se viene la etapa más complicada.
—Gracias, pero sabes —le dije—: estoy segura
que no es un corazón generoso porque yo también estoy sufriendo y lo que quiero
es que se muera para terminar con mi propio dolor. En realidad es egoísmo.
Quiero vivir.
Papá observa el ir y venir de unas manchas
rojas y azules que surcan de un lado a otro la pantalla.
—Tengo sed.
Le sirvo agua en el vaso térmico con pitillo
que le traje para mantenerla fría en este infierno de habitación sin aire
acondicionado.
En cámara acelerada, la muerte arrastra a papá
hacia el silencio, a ese pozo color azul petróleo donde se ahoga el deseo y en
el que sobreviene la calma, pero papá se resiste. Es difícil dejar de vivir, y
él, el carnicero, el caficultor, el negociante, el patrón; él, el esposo y el
amante; él, el sobreviviente de una ataque de los Pájaros; él, el secuestrado
por las Farc; él, el que huyo en su camioneta Toyota de un atentado contra su
vida cuando iba hacia la finca con la nómina completa de 500 recolectores. ¿A
él? ¿A él cómo le va a ganar la muerte la partida?
La verdad es que yo también creí que se la iba
ganar, que iba a llegar a los noventa, que me vería llegar a los cincuenta y
podríamos seguir disfrutando de nuestra relación renacida. La que surgió entre
los dos hace tres años después de que yo también abandoné a mi hijo y a mi
marido y me fui a vivir con mi amante. Tuve que causarle un dolor a mi propia
familia para entender las razones que tuvo para dejarme, es decir ninguna
porque el deseo no sabe de razones. Dos décadas tardé en entender una verdad
tan simple y justo ahora que volví a quererlo con el mismo entusiasmo con el
que lo hice durante mi infancia, justo ahora se me va a morir.
En esta habitación de hospital en la que él y
yo estamos, el tiempo tiene una extraña manera de comprimirse y dilatarse. Lo
mismo le ocurre al espacio. A veces los días son eternos como una pesadilla, a
veces no entiendo como llegué a la cafetería. Como si me hubiera comido un
ácido, vivo en el tiempo y en el espacio fragmentado.
—No me suelte mija, cuidadito me suelta que me
quiebro —me dijo hace, dos, tres días, cuando empezó hundirse.
—Váyase ya papá. Déjese caer. Yo lo agarro de
la mano y luego lo suelto y usted se va solo y tranquilo. Mire que no se va a
quebrar sí se cae papá, va a flotar, va a caer suavecito.
—¿Usted es que me cree guevón o qué? Me hace el
favor y no me suelta que yo no quiero caerme. ¿Cómo se le ocurre? —me dijo.
No sé qué día es hoy ¿sábado o domingo? Debe
ser domingo porque estamos viendo una final. Papá me extiende el vaso térmico
vacío y me pide algo de comer. Busco en la nevera y solo encuentro botes de
bebida proteica. Lleva días sin comer otra cosa.
—¿Esto no más? —me dice cuando se lo entrego.
—Ya le mando a traer una sopa papá.
—No mija, sopa no, que maluca esa sopa de
hospital —me dice sin dejar de mirar la pantalla— Ya van a cobrar, mire, ay no,
no, tengan, goool hijueputa, por culpa de ese pendejo. Mucho guevón cómo es que
comete ese penalti cuando el partido está a punto de acabarse.
—¿Y es que quiere que gane Santafé?
—Pues claro. No ha visto acaso el partido. Se
lo merecen más.
—Pero papá ni modo, ya ganó Millonarios. Nada
que hacer. Usted sabe que no gana siempre el que se lo merece.
—Pero esta vez sí, mija, esta vez sí, tenga fe
y verá que hay oportunidad hasta el último minuto.
¿Qué química en el cerebro producirá esa
repentina lucidez en los que agonizan? ¿Cómo es posible que ahora esté tan
campante, viendo un partido de fútbol como si nada? Indiferente a la muerte con
la que no ha parado de luchar.
—Gol Gol Gol Goool hijuepueta, si vio, culpa de
ese pendejo, no joda.
—Ya papá, le va a hacer daño esa rabia. Tampoco
es para que sufra.
—Cómo no voy a sufrir, no ve que el fútbol es
tan injusto y me da una rabia. Mire como quedó ese pobre muchacho que iba con
la ilusión de ganar. Imagínese cómo está la esposa que seguro lo está viendo
desde la tribuna, y los hijos, y los hinchas.
En la pantalla, la imagen del capitán, el que
cometió el penalti, sentado en el piso llorando, la cabeza entre las piernas.
—Apaguemos ese televisor mejor papá, ¿Puedo?
—Sí apague mejor ese aparato. Ese gol le bajó
la autoestima al equipo y tenga, otro gol ahí mismo. Debe tener una culpa muy
brava con todos, ese muchacho. Los decepcionó.
—Pero un error lo comete cualquiera papá.
En la pantalla, un tumulto rojo de camisetas
sudorosas se abrazaba. La cámara muestra la tribuna: la hinchada azul, salta y
canta. El capitán da una declaración: “gracias Dios por estar hoy de parte de
Millonarios”.
—Pobre muchacho —dice papá y un par de lágrimas
se le escurren por los ojos que aún le brillan como a un niño.
—Pobre muchacho sí. Sufrirá hasta que dejé de
sufrir. Hasta que lo acepte. No siempre se puede ganar —le digo y le acomodó
los ocho pelos que la quimio le dejó en la cabeza—. Duérmase pues y descanse
ya.
Le beso la frente y apago la luz de la mesa de
noche. Yo también estoy llorando.
—Sí mija, así es este juego —asiente con la
cabeza.
Lo acompaño hasta que se queda dormido, y yo
misma, sentada en la silla de visitantes, caigo en un sueño profundo.
Es media noche y de nuevo papá comienza a
hundirse en el pozo del delirio. Llamo a la enfermera.
Ésta le revisa los signos vitales.
—Auméntele la dosis de morfina por favor. Le
duele. Todo le duele —le digo.
—Tiene el pulso muy débil. Un aumento de la dosis
podría detenerle el corazón. ¿Tendría que firmarme una autorización?
—Tráigala, yo se la firmo.
Por | Andrea Salgado