Un texto de Guillermo Salazar Jiménez.
Impresionarse con las palabras leídas o
conmoverse con las historias que narran los libros ayudan a escapar del retiro
obligado; Lo mejor, posibilitan imaginar lo impensable. ¡Quédate en casa!, es
la expresión más usada para prevenir la expansión de la epidemia. ¿Cuál casa?,
pienso en la mía y creo que ya no es mi casa.
Al menos aquella que estaba acostumbrado a ver,
tal vez, sin sentirla. “Mi recuerdo más
vivo y constante no es el de las personas, sino el de la casa misma de
Aracataca donde vivía con mis abuelos”, dijo García Márquez para referirse
a la influencia de ellos en recrear a Macondo y crecer hasta el nobel de
literatura.
Hay que observar los espacios de la casa,
compartir con ellos, quererlos. Leo en la sala o biblioteca; Escribo en el
escritorio o comedor; En síntesis, la casa me permite utilizar sus lugares como
quiera y cuándo quiera. Cada uno de ellos tiene su historia, no son simple
ladrillo y cemento; así utiliza la historia de los espacios Álvaro Cepeda en su
novela La Casa Grande que narra la masacre de las bananeras de 1928, con
distintos personajes y lenguaje original.
Incluso la casa se presta para contar
diferentes historias. Vargas Llosa en La casa Verde novela tres historias
entrelazadas en la medida que los personajes se relacionan. Parte de un extraño
que llega a Piura en burro y se instala en la casa verde –grande y con
numerosas habitaciones, convertida en prostíbulo -.
Después de vivir trece años en esta casa,
pienso que hace parte del pasado, con las vivencias y fantasmas, que acompañan
distintas experiencias que no quiero olvidar. Como aquella vieja vivienda donde
llegan los hijos de su dueño, un año después de su muerte, y lo evocan, en la
medida que hacen reformas, para no olvidar sus recuerdos, alegres y amargos –La
Casa, novela gráfica de Paco Roca, escrita/dibujada en 1969.
Expresión ¡quédate en casa!, ayudó a valorarla
como espacio compañero de mi vivir. Como la amiga que ayuda a sentirme libre a
pesar del momento, a compartir pensamientos y deseos. La casa, espacios y paredes,
adornos y utensilios, preservan los rasgos de la historia propia y familiar; en
ella puedo consultar hechos y desentrañar secretos. En La Casa de los
Espíritus, 1982, Isabel Allende narra la historia, en un lapso de 45 años, por
medio de un mundo invadido de espíritus, con habitantes humanizados: orgullo,
codicia, machismo, amor, celos, muerte y politiquería hacen parte de la trama.
Valorar la casa como se merece, me hace
recordar aquel 18 de febrero de 1950 cuando García Márquez acompañó a su madre
en un viaje a Aracataca para vender la casa de sus abuelos. Este hecho le dio
vida a Cien años de soledad. “Ni mi madre ni yo hubiéramos podido imaginar
siquiera que aquel cándido paseo de sólo dos días iba a ser tan determinante
para mí, que la más larga y diligente de las vidas no me alcanzaría para acabar
de contarlo”, en la novela Vivir para contarla.