Un texto de Guillermo Salazar Jiménez
Este agosto reemplaza el sol y los vientos de
siempre por el frío, la cometa mira y
pregunta: ¿Cuándo podré volar la cometa?, ¿abuelo, qué le preocupa?
La lluvia pronto cesará, le expresó. Me
preocupa tu futuro en la universidad. ¿Por qué?, dice. Qué difícil responderle
porque desde cuando leí la noticia de los jóvenes masacrados en Valle, Cauca y
Nariño, varios de ellos universitarios y deportistas, otros indígenas, sufro
por la inacción gubernamental para detener esta eterna violencia que marca
nuestro futuro. Qué le puede decir a su nieto un abuelo que desde su
nacimiento, hace 72 años, no ha cejado de contar muertos en una cruel guerra
patrocinada por intereses mezquinos, ahora disimulada por la indiferencia
presidencial.
Mientras el nieto espera que la lluvia cese,
pienso que el programa televisivo para presentar datos y realizaciones del
gobierno contra el coronavirus podría también utilizarlo el presidente para
convencernos de enfrentar una guerra contra la mayoría de los colombianos.
Callar esta realidad de espanto es decirnos que no nos defiende ni la rechaza.
Que este grado de indiferencia podría interpretarse como aprecio por los
asesinos y desprecio por las víctimas. Que uno de los objetivos de este
silencio oficial es transformarlo en silencio social y, con el tiempo, en
indiferencia por la vida de los demás.
Mi nieto se entretiene con su carro de bomberos
que choca contra la ambulancia, otro juguete. Leo el artículo La indiferencia
como síntoma social, donde José Fernando Velásquez cita a Elie Weisel, premio
Nobel de Paz en 1986, “…La indiferencia,
después de todo, es más peligrosa que la ira o el odio. La ira puede ser a
veces creativa. (…) Aun el odio a veces puede obtener una respuesta. La
indiferencia no obtiene respuesta. La indiferencia no es una respuesta. Y por
lo tanto, la indiferencia es siempre amiga del enemigo”.
Creo que
con la cuarentena la indiferencia se hace palpable como otra epidemia nacional,
motivada desde la opacidad del presidente. Callar o no darle la importancia que
merece la vida de sus gobernados, sin distingos políticos o sociales, se
convierte en ejemplo negativo para quienes deseamos la paz, sin perder lo que
nos resta de sensibilidad y respeto por la vida. Como decía el maestro
Estanislao Zuleta “para mí una sociedad
mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De reconocerlos y de
contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente
en ellos”.
Mientras el nieto corre por la sala, la lluvia
inapropiada de este frío agosto me motiva a pensar que tal indiferencia estatal
es apoyo silencioso en contra de la justicia y de los masacrados. Nuestros
muertos, título de la poesía de William Ospina: “No están en parte alguna, /ya son hierba y estrellas, /pero su sombra
enturbia las palabras /y solo a veces pasan por la mente, /vagan por nuestras
almas, reclamando /lo que nunca les dimos”.