Texto de Guillermo Salazar Jiménez
Muchos no creen que puede ensañarse con usted,
otros lo desafían sin comprender cuán daño puede hacer, mientras él está a la
expectativa para atacar al mínimo descuido. Solo bastó salir una vez en más de
ocho meses de cuidados en mi casa para sentirlo dentro y sufrir por veintiún días
tamaño tormento.
Asistí al funeral de mi padre el pasado doce de
octubre y allí me aprisionó el virus. El diecisiete, cuando supe de resultados
positivos en varios familiares, ya tenía los síntomas primarios y el diecinueve
inicié tratamiento. Al confírmame como positivo el veintitrés de octubre el
dolor en el cuerpo, los temblores y la fiebre me derrumbaron. Apareció Don
Corona, lo sentí llegar sin permiso, me atrapó en sus garras y me lanzó a un
pozo oscuro y húmedo. ¡Este es tu pozo!, me dijo y subió por entre las rocas.
En mi pozo recordé a Octavio Paz con Agua
nocturna: “…Ojos de agua de sombra,/ojos
de agua de pozo,/ ojos de agua de sueño./ El silencio y la soledad,/ como dos
pequeños animales a quienes guía la luna,/ beben en esos ojos,/ beben en esas
aguas”. Al tiempo que deseaba tomar agua para calmar la sed o algo caliente
para repeler el frío aparecía Don Corona y me arrastraba por el piso del pozo.
Quería demostrarme que aquel pozo era su ofrecimiento y mi rendición. Su mirada
fiera indicaba que no existía opción diferente a aceptar el pozo a cambio de mi
vida.
No podía salir del pozo y Don Corona arreció su disputa. Los fríos congelaban el cuerpo y producían dolores en manos, pies y espalda y, cuando llegaban al pecho, oprimían el corazón, como si hubiese sido encerrado desnudo en la nevera. Los temblores del cuerpo eran tan fuertes que confundía el ruido de las tablas de la cama con el sonido de las piedras del pozo. Aparecía el calor de la fiebre para empapar de sudor sábanas y piyamas.
“Viene mi
arma letal”, dijo Don Corona y con una espada me clavó la tos. El arma
predilecta que dolía y hacía sufrir: al toser subía un relámpago desde mi
estómago, pasaba por el pecho, caía en los ojos y descargaba su fuerza en la
cabeza. Agotadas las fuerzas utilicé las palabras suficientes para recordar mi
vida, familia y amigos. Con este grato recuerdo vi descender por las paredes
del pozo unas lucecitas vestidas de blanco que me acariciaron y con delicados
masajes me inyectaron la energía suficiente para continuar el viaje por los
recuerdos.
Por fortuna mi hijo, internista y
gastroenterólogo, se unió a los médicos de Coomeva medicina prepagada y de
Humanizar para luchar por mi salud. La entrega incondicional de personal administrativo,
médicos y enfermeras hicieron posible que la ciencia triunfara y que los
medicamentos recorrieran mi cuerpo transformados en una palabra de ocho letras:
gratitud.
Corrí con la suerte y voluntad para salir del
pozo, sin embargo, queda la certeza que Don Corona tiene asignados otros
horribles pozos más.