Texto de Guillermo Salazar Jiménez
Cruel
pandemia, nos alejó de la familia y solo permitió los abrazos a la distancia.
Afectó la economía, arruinó a los más pobres y desnudó las falencias de un
sistema que, por falta de previsión, pervirtió la esencia de la salud y los
objetivos laborales del personal médico. Puso sobre el paredón a los
trabajadores informales y agotó las fuerzas de maestros e iniciativas
estudiantiles.
Afectados
por tan desolador panorama nos pegamos a las redes como náufragos al tablón en
medio del mar; descubrimos en internet y WhatsApp la oportunidad de matar la
soledad y los medios obligados para compartir tristezas y alegrías. “Muchas
personas se pierden las pequeñas alegrías mientras aguardan la gran felicidad”,
decía Pearl Buck. Sobre todo, cuando caemos en cuenta de que tenemos al nieto
para alegrar el confinamiento y tejer otros usos a las redes sociales,
diferentes a conversaciones intrascendentes.
El
nieto, con 5 años de edad, dialogaba con nosotros, los abuelos, sobre lo que
hacía una vez suspendidas las clases en el colegio. Cierto día apareció en el
video con una hoja llena de rayas e inició la tarea de pintar con varios
colores su vida en casa. Nos respondió que estaba preparándose para la evaluación
con miras a ingresar al nuevo colegio, de carácter privado.
Verlo
estudiar a su manera nos complacía, pero comprendimos que la alegría de
aprender debe acompañarse con la de enseñar y compartirse entre maestro y
alumno. El nieto quería continuar su aprender con los abuelos y nosotros
deseábamos disfrutar de la enseñanza. Tarea que evidenciamos gracias a la
necesidad de comunicarnos por el video y a la grata posibilidad que encontramos
en medio de la desolación por el confinamiento.
La
preparación de las sesiones entre nieto y abuelos iniciaron en medio de la
incertidumbre que sienten los maestros por suscitar el deseo y la necesidad de
aprender. Como abuelos pensábamos que la educación virtual requiere de
actividades diferentes a la presencial donde todo está reglamentado, sin
espacio para el juego, la diversión y la indisciplina. Dudas que nos motivaron
para sentirnos responsables de mantener la atención del nieto, que aceptara las
directrices, y que disfrutara del momento.
Lo
primordial era aprovechar el espacio que nos brindó la pandemia para valorar el
aprender cuando se enseña con cariño. Después de agotar el tiempo previsto,
sorprendidos escuchábamos que nuestro nieto deseaba continuar las clases. Era
el tiempo propicio para hacer feliz el encuentro familiar y una forma de
derrotar la quietud de días y meses condenados por la pandemia. Las tareas nos
unieron a medida que el blanco papel lo coloreó el nieto con figuras que iba
pegando en la pared para exhibirlas.
Enfrentamos juntos el olvido producto de la rutina, porque “La vida mía que te di se llena/ de años, como el volumen de un racimo./ Regresarán las uvas a la tierra./ Y aún allá abajo el tiempo sigue siendo,/ esperando, lloviendo desde el polvo,/ ávido de borrar hasta la ausencia”. Neruda, Soneto